El comedor de hachís – Vida y obra de Fitz Hugh Ludlow (III)
J. C. Ruiz Franco
Libro sobre
el comedor de hachís
Todas las entregas sobre Ludlow:
El joven Fitz Hugh leyó con avidez la
información que Johnston ofrecía sobre el cannabis en The Chemistry
of Common Life, y así pudo saber que se trata de una planta elogiada
y utilizada por muchos pueblos orientales debido a sus propiedades
embriagantes, que llegó a las colonias norteamericanas en el siglo XVIII,
que tenía muchas aplicaciones prácticas y terapéuticas, y que el primer
presidente, George Washington, la había cultivado. Johnston explicaba
que en la savia hay una sustancia resinosa a la que se deben sus
propiedades embriagantes. En la obra también se incluía una historia de
la planta y una descripción de sus efectos.
Estimulado por tan interesante
explicación, nuestro amigo decidió añadir el hachís a su lista de
drogas, así que, ni corto ni perezoso, cogió un trozo de unos dos
tercios de gramo y lo tragó; sin embargo, la dosis resultó ser demasiado
baja y no llegó a notar efecto alguno. Unos días después tomó alrededor
de un gramo y tampoco sucedió nada. Lo mismo pasó con la misma cantidad
una semana más tarde. Convencido de que era inmune a esta sustancia,
unos días más tarde ingirió dos gramos y acudió a visitar a un amigo. Al
transcurrir tres horas sin notar efectos pensó que tampoco en esa
ocasión ocurriría nada, pero la droga finalmente anunció su presencia
llamando a las puertas de su mente. Como él mismo contaría años después
en The hasheesh eater, lo primero que sintió fue miedo y
arrepentimiento por haberla ingerido. No le dolía nada, pero había algo
extraño en su interior. Estaba rodeado de personas, pero se sentía solo.
Parecía como si su entorno estuviera muy próximo a él y a una gran
distancia, simultáneamente. Los estímulos le afectaban mucho más de lo
habitual. El tiempo y el espacio se habían dilatado. Podía hablar sin
problemas, pero su voz no parecía la suya; era otra persona quien
hablaba, lo que hoy llamaríamos un estado de disociación. Sentía que una
parte de él escapaba de su cuerpo y observaba desde fuera cómo se
comportaba en estado de embriaguez. Para evitar que sus acompañantes se
dieran cuenta, se despidió de ellos y se fue. El camino a casa estuvo
repleto de hermosas visiones, excepto un momento en que vio o creyó ver
un hombre con una cara horrorosa. Como nunca se había encontrado en esa
situación, ni sabía tampoco nada por medio de otras personas, se sentía
perdido en un mundo nuevo para él y decidió acudir a un médico. Éste le
tranquilizó, le dijo que no le iba a pasar nada y le dio un sedante para
que pudiera dormir tranquilo. Al día siguiente se despertó sin ningún
dolor, resaca ni abatimiento, y prometió no volver a repetir su
experimento, pero unos días después, al ver que no le había perjudicado
—al contrario, se sentía con mucha energía—, se vio de nuevo atraído
hacia ese mundo de fantasía que había descubierto: “Sin duda, en algunas
personas esta droga produce una depresión física y mental a modo de
reacción, pero no fue así en mi caso (…) Si después del primer
experimento hubiera sufrido un estado de depresión, seguramente nunca lo
habría repetido (…) No lo hice por ningún tipo de satisfacción sensual.
Los motivos para caer en el hachís fueron de lo más ideales, ya que de
carácter ideal son también su embriaguez y sus revelaciones (…) Caí en
él, además, sin darme cuenta de lo que hacía. En cien millas a la
redonda no había un alma viviente que pudiera advertirme del peligro.
Finalmente, caí sin saber que caía, ya que atribuí mi siguiente ensayo
al deseo de investigar”.
Como vemos, su primera experiencia le
resultó sumamente atractiva, y unos días después de su primer contacto
ingirió 1,5 gramos de hachís. Unas horas más tarde, estando con un
amigo, vivió los efectos de la sustancia por segunda vez, y de nuevo
entró en un mundo fantástico, lleno de hermosos paisajes y de bella
literatura: “Me sentí golpeado por la embriaguez del hachís como si un
me hubiese caído un rayo. Aunque sólo había sentido sus efectos una vez,
el aviso de su llegada me era tan familiar como las cosas de mi vida
diaria. Muchas veces me han pedido que explique la naturaleza de esa
sensación, y a menudo he intentado hacerlo, pero no hay nada parecido
que pueda representarlo perfectamente, ni siquiera de manera aproximada.
Lo más parecido a esa sensación es nuestra idea de la separación del
cuerpo y el alma (…) Las palabras que todo el mundo utiliza para
cualquier fenómeno extraño son: ‘no son más que imaginaciones’. Es
cierto, era una cosa imaginada, aunque para mí, con los ojos y los oídos
completamente abiertos, era algo tan real como todo lo que nos rodea”.
Ludlow se aficionó al hachís por el
fantástico mundo al que le permitió acceder, tan querido a su mente
libresca. Llegó a abusar de esta sustancia por puro idealismo. Una
persona formada en los libros, no en la vida, con esa sensibilidad
artística y ese talento literario, creó un mundo propio mucho mejor que
el de la realidad cotidiana, un cosmos más estético y más racional. El
mundo habitual le parecía claramente inferior, una especie de parodia de
su fantástico universo interior: odiaba las flores reales porque en sus
visiones cannábicas había visto el jardín del Edén, maldecía las piedras
porque no hablaban, y renegaba del cielo porque cuando llovía no sonaba
a música… Adoraba al hachís no tanto por sus efectos psicoactivos, sino
porque le permitía escapar de un ambiente gris y apático, y sabía que
ninguna otra cosa le permitiría lograr esto.
(Continuará)
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