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Artículo publicado en la revista
Spannabis
Magazine
“Drogas, ¿para qué? Vive la vida”, “Engánchate a la vida”,
“Cada vez cuenta”,
"Drogas: ¿te la vas a jugar?”,
“Las
drogas deciden cuándo te cambia la vida”:
una y otra vez, sucesivas campañas anti-droga organizadas por
instituciones oficiales, dirigidas a los ciudadanos en general y a los
jóvenes en especial. ¿Consiguen algo estas iniciativas en las que muchos
parecen poner toda su buena voluntad? Evidentemente no, a juzgar por los
datos que nos ofrecen año tras año. Eslóganes anti-droga, partidos de
fútbol contra la droga…, pero ¿acaso hay alguien que esté a favor de la
delincuencia, marginalidad y cuestiones de salud que surgen en torno a
este problema? Puede que sí: los que se benefician con su existencia,
los traficantes y camellos; pero también todo el entramado de
instituciones anti-droga y la red de control del Estado, incluyendo sus
agentes represores con sus leyes, reglamentos y decretos, cuya
existencia no tendría sentido sin ese chivo expiatorio que les sirve de
excusa para autojustificarse. Y no olvidemos a los científicos e
investigadores financiados por subvenciones y que no paran de hablar de
los daños para nuestro organismo. Si el propósito de los
drogabusólogos −llamados así por su machacona insistencia en lo que
ellos llaman “drogas de abuso”− fuera de verdad combatir algún asunto de
salud pública, abandonarían su sectarismo, defenderían la legalización
−o normalización, como se quiera− y se dedicarían a investigar sobre las
sustancias que crean muchos más problemas que esas que tanto odian.
Digámoslo sin rodeos: las opiniones al uso en este tema son una pura
patraña. No necesitamos convencer a los lectores de una publicación
antiprohibicionista como Spannabis Magazine, pero la mayoría de
los ciudadanos está demasiado influida por los gobernantes y los medios
de comunicación a su servicio. Como bien sabemos por los especialistas
en historia de las drogas (en España contamos con dos excelentes autores
como Antonio Escohotado y Juan Carlos Usó[1]),
el problema de la droga no existía antes de que fueran prohibidas. No
había delincuencia asociada a ellas, ni enfermos arrastrándose por
calles y centros médicos, exceptuando a los alcohólicos. La decisión del
gobierno de Estados Unidos, a comienzos del siglo XX, de controlar el
consumo de sustancias psicoactivas −presionado por sectores puritanos
con fuerte poder económico y por la entonces incipiente industria del
medicamento− dio comienzo a la cascada de leyes, reglamentos,
persecuciones y prohibiciones iniciados por casi todos los países del
mundo y que persisten hoy día, como una muestra más del dominio
norteamericano sobre el resto de naciones. Simultáneamente se protege y
se fomenta el consumo de otras drogas: las que dejan grandes beneficios
empresariales a multinacionales tabaqueras, alcoholeras y farmacéuticas,
a la vez que impuestos al erario público. Mientras todos los
bienpensantes se escandalizan al oír hablar de drogas, nadie se incomoda
al acudir a la farmacia a comprar tranquilizantes, analgésicos o
antidepresivos. Y tampoco por el consumo de alcohol y tabaco, que
producen −de forma directa o indirecta− millones de enfermos y muertos
cada año.
¿No será que los mismos que prohibieron el libre consumo de sustancias
psicoactivas fueron los causantes, voluntaria o involuntariamente, de
todos los inconvenientes asociados con ellas?
El llamado “problema de la droga” fue originado por su prohibición, lo
cual queda demostrado por la historia anterior y posterior. El ser
humano, desde que es tal y durante milenios, ha tomado todo tipo de
sustancias, guiado por la sabiduría popular y el sentido común, y nunca
antes de nuestra época se originaron problemas sociales. Las drogas
−en sentido amplio, el correcto, no el
manipulado− son algo tan normal como
la comida, y de hecho la naturaleza nos las ofrece en forma vegetal:
cannabis, opio, hoja de coca… ¿Qué pensaríamos si el eslogan de una
campaña dijera “alimentos no”? Nos reiríamos o creeríamos que es obra de
un loco. El consumo de psicoactivos es tan
antiguo como el hombre, y seguramente es un hecho consustancial nuestro,
a pesar de que durante estos últimos cien años intenten hacernos creer
lo contrario. En cambio, el siglo XX y lo poco que llevamos de siglo XXI
han visto aparecer todo tipo de cuestiones legales, vitales, médicas y
éticas relacionadas con ellos. Aun cuando el lector no comparta mi punto
de vista, no creo que pueda indicarme muchos éxitos del prohibicionismo,
por lo que incluso a efectos prácticos la penalización del consumo y
posesión es contraproducente.
Deciden por nosotros, nos prohíben tomar lo que la naturaleza y la
química ponen a nuestro alcance. Además, este asunto constituye un buen
chivo expiatorio al que achacar los males de la sociedad, a la vez que
pretexto para justificar todo tipo de leyes represivas, control policial
y entrometimiento en la vida privada de los ciudadanos.
¿Dónde quedan las proclamas que tanto nos han vendido, esos preceptos
inviolables de la libertad individual contra todo tipo de totalitarismo,
contra los intentos de inmiscuirse en la conciencia de los ciudadanos,
el caballo de batalla del liberalismo? La realidad es que los intereses
económicos están por encima de las convicciones ideológicas (el típico
pragmatismo del buen comerciante, ya saben ustedes): el dinero manda y
no importa contradecirse; ya vendrán luego la propaganda y nuestros
científicos a echarnos una mano.
Pero las personas de bien cuentan con un argumento poderoso: las
drogas legales y los medicamentos no presentan potencial de abuso, no
originan sensaciones internas que incitan a consumirlas compulsivamente,
cosa que sí ocurre con las drogas prohibidas. Es un argumento fácil de
rebatir porque pocas sustancias crean adicción real; además, esos
medicamentos y drogas legales también se toman de forma compulsiva y
generan más problemas sanitarios que las prohibidas. Aún nos dirán: “las
medicinas, el tabaco y el alcohol son legales y no producen las extrañas
sensaciones de euforia de las drogas ilegales”. Y aquí el círculo se ha
cerrado definitivamente: resulta entonces que es nocivo lo ilegal, como
si la legislación sobre una sustancia pudiera influir sobre sus
propiedades farmacológicas. De hecho es lo que sucede hoy día: en primer
lugar el legislador decide qué se permite y qué no, y de ahí se derivan
sus propiedades, cuando lo correcto sería partir de los efectos de cada
sustancia −es decir, empezar por lo farmacológico− y después extraer las
conclusiones legales. En cuanto a que las drogas prohibidas generen
sensaciones extrañas en sus usuarios, es algo que concierne sólo al
consumidor, siempre que no perjudique a nadie más, una cuestión sobre la
que uno mismo tiene que decidir. El problema de fondo es que nuestra
sociedad cristiana (lo queramos o no, el cristianismo es una de las
bases de nuestra civilización) ve con malos ojos que alguien tome algo
para sentir placer, evadirse o acceder a un tipo de conocimiento
distinto, porque son extremos incompatibles con la austeridad y
dedicación a la familia y al trabajo que deben llevar los fieles,
quienes ya encontrarán su recompensa en la otra vida. De ahí nace el
deseo de entrometerse en la vida privada, al considerar fuera de su
normalidad −de su mediocridad− a quienes toman psicoactivos. Frente a
esto, y como personas libres que somos, deberíamos podemos elegir lo que
mejor queramos para nosotros mismos, siempre que no dañemos a los demás.
Podemos exigir nuestro derecho inalienable a consumir lo que deseemos, a
hacer con nuestros cuerpos y nuestra vida lo que nos venga en gana,
puntos que sólo pueden negarse desde posiciones fundamentalistas, ya
sean religiosas, éticas o políticas.
Los antiprohibicionistas sabemos que tenemos la razón (los más
inteligentes del bando contrario también lo saben); y aunque en el campo
de los argumentos la guerra está ganada, estamos muy lejos de vencer en
el mundo real, porque el enemigo es fuerte, muy fuerte. ¿Por qué no ceja
en su empeño? Porque, por un lado, existen presiones de fuertes empresas
a las que perjudicaría la libre circulación de drogas (tabaqueras,
alcoholeras, farmacéuticas). Por otro, peligraría la posición de quienes
viven del tinglado anti-droga. No es menos importante que al estado no
le interesa que elijamos la forma de curación, diversión,
autoconocimiento o experimentación que deseemos, sino que le es más útil
tener buenos ciudadanos que cumplan con su trabajo y obligaciones, que
no cuestionen el orden social establecido y que utilicen las drogas que
las grandes empresas les ofrecen; o bien que acudan a los gurúes
oficiales (psiquiatras y ciertos tipos de psicoterapeutas), quienes les
devolverán al redil con sus propias drogas (rebautizadas con el nombre
de “medicamentos”) y sus terapias, para crear en ellos conformismo,
adaptación al entorno y aceptación del sistema2.
Y ahora nos atrevemos a dar un paso más: si sabemos que no tienen razón,
¿por qué siguen ganando la batalla en el plano de la realidad?, ¿por qué
sigue vigente la prohibición? Si sólo defendieran el prohibicionismo los
pocos que se benefician −los empresarios con intereses en el sector, los
gobernantes, los guardianes a su servicio, los pseudocientíficos y los
funcionarios que viven del tinglado−, serían muy pocos. Lo malo −y aquí
está la solución al enigma− es que el ciudadano medio, llevado por el
miedo y la ignorancia, sigue creyendo su propaganda disfrazada de
información objetiva. Lo queramos o no, el servilismo, la ignorancia y
el deseo de llevar una vida cómoda, sin complicaciones, es lo que mueve
a la mayoría de personas, y es lo que hace posible y legitima las
sinrazones de nuestros gobernantes, tanto en este asunto como en todos
los relacionados con la política.
Como suele suceder, lo que falta es cultura y sentido crítico. Cuando
alguien está bien documentado puede elegir libremente, pero no antes. La
actitud contraria, la predominante, absorbida por las mentes de la
mayoría, consiste en criticar y censurar sin antes conocer, aceptar los
estereotipos que nos inculcan los dirigentes y quienes están a su lado.
Para decidir en todos los asuntos de la vida, y en especial en
cuestiones tan complicadas como ésta, hay que estar informado y no
dejarse llevar por demagogos, charlatanes, rumores de la calle y medios
de comunicación manipulados.
¿Queda algún argumento racional para defender la prohibición del consumo
de todo aquello que queramos, dejando a un lado posturas dogmáticas,
interesadas, prejuicios sin fundamento y posiciones mediatizadas por
malas experiencias propias o de algún familiar? Seguramente no; ni
tampoco para la organización de esas inútiles campañas anti-droga,
simple escaparate para que instituciones, organismos oficiales y
dirigentes políticos mejoren su imagen, y con las que la ciudadanía es
engañada y manipulada. ¿Hay en ellas algo más que la hipocresía de unos
y la ingenuidad de otros?
Juan
Carlos Ruiz Franco es profesor de Filosofía, nutricionista deportivo y
autor del libro “Drogas Inteligentes” (http://www.drogasinteligentes.com)
[1]
Escohotado, Antonio: Historia General de las Drogas,
Espasa Calpe.
Usó, Juan Carlos: Drogas y cultura de masas (España
1855-1995), Taurus y Spanish trip (La aventura
psiquedélica en España), La Liebre de Marzo.
2
Thomas Szasz, profesor de psiquiatría, ha escrito sobre dos
temas relacionados con lo que hemos expuesto:
Nuestro derecho a las drogas,
Anagrama,
El mito de la enfermedad mental,
Amorrortu y
La fabricación de la locura,
Editorial Kairós.
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